Pinocho
el astuto

También él decía mentiras, como el
famoso muñeco, y cada vez que las decía se le alargaba la nariz a ojos vistas,
pero era otro Pinocho: tanto es así que cuando la nariz le crecía, en vez de
asustarse, llorar, pedir ayuda al Hada, etcétera, tomaba un cuchillo, o sierra,
y se cortaba un buen trozo de nariz. Como era de madera, no podía sentir dolor.
Y como decía muchas mentiras y aún más,
en poco tiempo se encontró con la casa llena de pedazos de madera.
—Qué bien —dijo—, con toda esta madera
vieja me hago muebles, me los hago y ahorro el gasto del carpintero.
Hábil desde luego lo era. Trabajando se
hizo la cama, la mesa, el armario, las sillas, los estantes para los libros, un
banco. Cuando estaba haciendo un soporte para colocar encima la televisión se
quedó sin madera.
Corrió afuera y buscó a un hombre que
pasaba por allí, venía trotando por la acera, un hombrecillo del campo, de esos
que siempre llegan con retraso al tren.
¡¿Todavía no se ha enterado?! Ha
ganado, cien millones a la lotería, lo ha dicho la radio hace cinco minutos.
El señor Bislunghi no sabía si
creérselo o no creérselo, pero estaba emocionadísimo y tuvo que entrar a un bar
a beber un vaso de agua. Sólo después de haber bebido se acordó de que nunca
había comprado billetes de lotería, así que tenía que tratarse de una
equivocación. Pero ya Pinocho había vuelto a casa contento. La mentira le había
alargado la nariz en la medida justa para hacer la última pata del soporte. Cortó,
clavó, cepilló ¡y terminado! Un soporte así, de comprarlo y pagarlo, habría
costado sus buenas veinte mil liras. Un buen ahorro.
Y, en efecto, era tan rápido para decir
mentiras que en poco tiempo era dueño de un gran almacén con cien obreros
trabajando y doce contables haciendo las cuentas. Se compró cuatro automóviles
y dos autovías. Los autovías no le servían para ir de paseo sino para
transportar la madera. La enviaba incluso al extranjero, a Francia y a
Burlandia.
Y mentira va y mentira viene, la nariz
no se cansaba de crecer. Pinocho, cada vez se hacía más rico. En su almacén ya
trabajaban tres mil quinientos obreros y cuatrocientos veinte contables
haciendo las cuentas.
Pero a fuerza de decir mentiras se le
agotaba la fantasía, Para encontrar una nueva tenía que irse por ahí a escuchar
las mentiras de los demás y copiarlas: las de los grandes y las de los chicos.
Pero eran mentiras de poca monta y sólo hacían crecer la nariz unos cuantos
centímetros de cada vez.
Entonces Pinocho decidió contratar a un «sugeridor» por un tanto al
mes. El «sugeridor» pasaba ocho horas al día en su oficina pensando mentiras y
escribiéndolas en hojas que luego entregaba al jefe:
El «sugeridor» ganaba bastante dinero,
pero por la noche, a fuerza de inventar mentiras, le daba dolor de cabeza.
Pinocho, ahora que era rico y super
rico, ya no se cortaba solo la nariz: se lo hacían dos obreros especializados,
con guantes blancos y con una sierra de oro. El patrón pagaba dos veces a estos
obreros: una por el trabajo que hacían y otra para que no dijeran nada. De vez
en cuando, cuando la jornada había sido especialmente fructífera, también les
invitaba a un vaso de agua mineral.
Gianni Rodari
Gianni Rodari
Comentarios
Publicar un comentario